27 de agosto de 2017

La casa, el avellano, el hombre



Anciano afligido, Van Gogh (imagen tomada de blocdejavier)


Había una casa junto al río, pequeña y lúgubre; una trocha inverosímil conducía hasta ella. Solitaria en la ribera, encajada a presión junto al cauce oscuro, casi inerme frente a la estática avalancha de peñascos que otorgan a la quebrada el aspecto de una catarata pétrea, su estampa invocaba poderosamente  la tristeza. Parecía una dependencia fabril, algún tipo de instalación auxiliar a la estambrera situada medio kilómetro río arriba, pero en realidad era una casa estrecha y de exigua altura, con cierto aire de cajón o de jaula, alumbrada miserablemente por tres ventanucos enrejados, como respiraderos, enfrentados al cauce. Sus esquinas estaban alzadas con sillares de granito -extraño lujo-, que se mimetizaban en el paramento ciego con el granito salvaje del despeñadero; los muros, purulentos de verdín sobre la cal, mostraban en los desconchones una incongruente trama de ladrillo y obra mampostera. El tejado, partiendo a un agua desde la misma pared rocosa, estaba alfombrado de musgo; asomaba una mínima chimenea desmoronada.
Un avellano silvestre ocultaba la casucha a las miradas curiosas, haciéndola imperceptible desde la otra orilla, la accesible para el tránsito humano. Ya entonces, cuando la casa aún permanecía en pie, el tamaño del árbol resultaba descomunal para su especie. Pero el fruto era vano. La cáscara de septiembre, gorda, lustrosa, prometedora, cubría engañosamente una avellana minúscula y aplastada, raquítica, poco mayor que una uña: aborto vegetal en su elegante ataúd.
Como el nochizo, el habitante de la casa era un gigante. Ambos, nochizo y hombre gigantes, diríanse por ello paradoja y burla de la casa pequeña. El hombre -quien trabajara, desde la adolescencia a la vejez, como encargado de la central eléctrica de la estambrera, siempre disponible: un perfecto obrero-, mantenía un porte soberbio a pesar de haber superado la sesentena: el pelo canoso, pero abundante; las espaldas de Atlas, los movimientos firmes, el andar envirotado. Pero también, como el nochizo junto al que creció, arrastraba un anatema de infecundidad. Toda la vida en la ribera umbría, de la estambrera a la casa  y de la casa a la estambrera, dueño de una inconcebible soledad, el alma yerma. El mono azul como hábito; la turbina de la central como cotidiano afán. Un trayecto cartujo, pero sin fe ni esperanza de redención. La estéril y embrutecida existencia de un perfecto obrero.
Por los Inocentes de hace cuatro años, el hombre escogió como patíbulo una rama de su árbol hermano. La estampa del ahorcado, como fondo el tenebroso paraje, no habría sido menospreciada por la inspiración de Rops o de Schikaneder. La casa se vino abajo poco después; sólo queda ya un montículo de escombros cubiertos de maleza. Desde hace tres años, cada septiembre, el nochizo produce unas avellanas dignas de su cáscara.

Gabriel Cusac

2 comentarios:

Ainhoa dijo...

La historia me recuerda a otras mas antiguas ya ecos de sacrificios por el bien de los demás, en este caso habría que ver si alguien se aventuro a comer del avellano. un abrazo Gabriel y un placer leerte.

Gabriel Cusac dijo...

Llevo esquilmando el avellano los dos últimos septiembres y no sé qué pasa, es llevarme las avellanas a la boca y empezar a escuchar lamentos y voces confusas, como psicofonías... Un abrazo, Ainhoa.