6 de enero de 2016

Los pequeños placeres de la vida


Vista y olfato, Brueghel de Velours y Rubens


Tras el café kopi luwak servido en porcelana de Sèvres y la copita de Dalmore de 62 años (dos dedos en vaso ancho, naturalmente sin hielo) me aposento en la sala de relax. Allí, entre tapices flamencos y muebles Chippendale, me pongo en manos de mi masajista personal mientras escucho delicadas sonatas de Albinoni. Después del masaje sedativo, leo unos párrafos de À rebours en la compañía de un Cohiba Espléndido. Siento cierta simpatía por los gustos decadentes del protagonista, me parecen muy cool, pero no soy, como Des Esseintes, un misántropo. Al contrario; mi villa marbellí, en la zona residencial de Santa Margarita,  alberga, con más que aceptable frecuencia, lujosas fiestas de sociedad donde desfilan las botellas de Moët & Chandon y se extienden las rayas de la mejor cocaína peruana. ¡Mi pequeño Versalles! ¡Oh, mis distinguidos invitados! ¡Políticos, banqueros,  grandes empresarios,  jueces, notarios y registradores de la propiedad, cirujanos plásticos, dentistas, aristócratas, jeques, cantantes, actores, modelos! ¡La élite! ¡La crème de la crème! Modestia aparte, don Juan Carlos I es uno de mis invitados habituales; con esto está dicho todo.
El mayordomo filipino me avisa de que ya  puedo disponer de mi sesión de hidroterapia con sales del Himalaya. Despojándome de la bata de cachemir y del pijama de seda,  me sumerjo placenteramente en el amplio jacuzzi. Allí, por fin, puedo soltar la pedorreta a gusto. ¡Me había cascado para comer dos latas de fabada Litoral! ¡Qué graciosas, las burbujitas!
¡Ah, los pequeños placeres de la vida!

Gabriel Cusac

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