23 de febrero de 2014

Levanté el rostro hacia el cielo, Carmen Cascón Matas

Auto de fe (imagen tomada del blog Historia General)


Carmen Cascón inaugura el "tramo bejarano" de la cadena por los réprobos de Talaván. Recordemos la idea. Se trata de sumar aportaciones -textos literarios o técnicos, fotografías, documentos, dibujos...- a gusto del autor, pero con un objetivo paladino: la defensa de la Ermita del Santo Cristo de Talaván. En paralelo al "tramo bejarano" se abrirá un "tramo extremeño", pero ambos están condenados a universalizarse, porque lo importante es sumar eslabones, vengan de donde vengan. Cada autor debe proponer a otro la continuidad de la cadena, y así hasta el infinito... O, al menos, hasta que las autoridades patrimoniales extremeñas resuelvan una actuación para proteger el precioso tesoro iconográfico de la ermita talavaniega. Este blog, y todos los que quieran unirse, será el medio de difusión de la doble cadena.
A propuesta mía, Roberto Domínguez Blanca era el encargado de fabricar este primer eslabón, pero mil obligaciones y la tiranía de Cronos se lo han impedido. No importa; tarde o temprano aportará su tributo a la causa. Pero a Roberto y a mi nos alegra que otra de las personas que desde un principio se volcaron en la campaña "Salvemos a los condenados de Talaván", Carmen Cascón, inicie esta aventura.
Y de qué manera. Porque Levanté el rostro hacia el cielo es una explosión. He aquí su relato intenso, trágico y oscuro; una sugerente conjetura sobre el atormentado artífice de los atormentados réprobos talavaniegos.
Mil gracias, Carmen. Que ellos, los réprobos, te acompañen.

Levanté el rostro hacia el cielo, Carmen Cascón Matas

            Levanté el rostro hacia el cielo cobrizo, cercano a la muerte del día, y el olor acre se introdujo en mí hasta el cerebro, embadurnándolo de una capa grasienta y apestosa que no pude dejar atrás hasta que la muerte me lo devoró en forma de gusanos. Las pavesas volaban por doquier mientras los gritos desgarradores del condenado hacían vibrar los oídos de los asistentes. Una arcada, preludio ineludible del vómito, condujo hasta mi lengua el ácido y viscoso humor de mis entrañas. No sé cómo pude contenerme para no expulsar el escaso pan duro y la morcilla que había engullido al mediodía como parca comida. Aventado el humo por la brisa de la tarde, contemplé horrorizado el cuerpo renegrido del reo mientras el fuego hacía pasto de sus cabellos  y los párpados desaparecían fundidos por la temperatura. Sin esperar a más, huí del lugar físicamente, pero en mi mente la escena retornaba cogiéndome desprevenido, en cualquier lugar, por cualquier motivo, de noche, de día, en sueños, despierto, en el duermevela leve de un ala de mosca.
Tan solo tenía ocho años y el condenado era mi propio padre.
            El alma, pensaba yo en mi ignorancia, no tiene peso y vuela entre las nubes, descendiendo en forma de sombras cuando las tinieblas de la noche envuelven el sueño quebradizo de los hombres. Los querubines, sólo cabeza rubicunda y regordeta, surcan los cielos gracias a sus alas de pájaro, dijo el párroco de San Miguel que me acogió a cambio de una cebolla y un trozo de pan sin saber que no era un simple huérfano de padre ajusticiado y madre suicida. Y yo, tierno niño atormentado, forjé en mi mente la idea de que si las almas de los santos ascendían de ese modo al paraíso celestial bien pudiera haber sido que la de mi padre hiciera lo mismo, solo que su cabeza mantendría aquel sombrero ridículo de penitente y sus ojos permanecerían en blanco, presos de terror, al igual que su boca, abierta cual cueva en un rictus a medio camino entre la risa y el dolor.
            Mi padre se me aparecía en pesadillas, haciéndose corpóreo tras una estela de cenizas y olor a carne asada. Movía los ojos de lado a otro y reía sin dientes, en un agujero por el que se le escapaban aquellas letanías en un idioma extraño que no entendía, pero que me hacían recordar tiempos felices, tiempos en los que nos reuníamos para leer la Torá a escondidas, bajo la tenue luz de una simple vela y el calor de lo prohibido.
Para conjurar su espíritu errabundo decidí escapar, siempre huir, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, sin rumbo fijo, sólo guiado por el instinto y por aquel arte aprendido de la observación que me llevaba a plasmar lo que veía de una manera que a veces la gente que no entendía, pero que me otorgaba lo necesario para subsistir y para conjurar a mis demonios. Y mi padre me seguía, allá donde fuera, en sueños, en pesadillas, en las sombras de la noche, con sus voz cascada, con sus letanías y con su olor a carne muerta.
Y recalé en un pueblo perdido, y me prometieron unos reales por decorar una bóveda y unos muros de una capilla a las afueras, y me acometió la sombra de mi progenitor más fuerte que nunca, y me emborraché hasta perder el sentido, y la noche se pobló de pesadillas, y vi a mi madre con aquella toca de luto que cubría su cabello en memoria de sus padres, y la vi colgando de la soga en la cocina con una sonrisa gatuna, y vi a mi padre con aquel sombrero redondo y sus bigotes de pelo lacio y negro, y vi mejor aún a su alma con la cabeza sobrevolando los cielos infernales y su sonrisa sin dientes y la caverna negra de su boca, y oí su voz cascada, entonando las letanías en idioma extraño, y sus gritos desgarradores, y cuando los plasmé en la bóveda del presbiterio y en la nave de la pequeña capilla del Cristo de Talaván me pareció que la sombra corpórea se convertía en ceniza para siempre y que el viento se la llevaba a otros lugares, allá donde se encaminaba mis pasos.



Gabriel Cusac

3 comentarios:

Ccasconm dijo...

Espero que la cadena siga su curso, no se desmande, y obtenga el resultado apetecido que es, endefinitva, la defensa de esos restos humildes y desasosegantes que ya forman parte de nosotros.
Un saludo

Gabriel Cusac dijo...

Yo también lo espero, Carmen, sobre todo después de este comienzo fulgurante (nena, tú vales mucho).
Un saludo, y gracias.

Lola dijo...
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